Para Klaus
Después de la fiesta, de las flameantes llamas
del jolgorio, de la luz que señala un punto en la espesa noche quedan nada más
las brasas encendidas. Piedras ardientes de los días, las horas, los momentos
pasados. Peligrosas reliquias intangibles hasta el momento en el cual sus
llamaradas se extingan y la energía de
sus rocas consumidas, cansadas de luchar contra en viento, apaguen sus intentos
de volver a arder. Es el momento en el cual un puñado de arena es necesario
para borrar las huellas de su presencia en el mundo. Un puñado de arena nada
más se necesita en ese punto para apagarlas, darles la espalda y volver a la
vida, pero este proceso toma tiempo, meditación y también melancolía.
Me pasa entonces que me encuentro cobijada por
la noche midiendo el tiempo. Contemplando con esperanzas fugaces que el fuego
levante sus llamas nuevamente y que esa luz sea eterna como miles de antorchas
que iluminan vidas a través del planeta. Por desgracia, mi espera es solitaria
y estas brasas han tomado mucho tiempo para morir. No podría enterrarlas sin haberlas visto extinguirse previamente porque
el ardor de su energía se transmitiría al suelo donde piso entorpeciendo mis
pasos de regreso y abrigando mi pronto retorno.
Tampoco he podido ser el viento amigable que dé
soplidos de vida a esas llamas, porque mi aliento perdió el poder de despertar
a un corazón convaleciente. Perdí el habla cuando repentinamente me quedé
desamparada mientras vislumbraba inerte el fuego que ardía maravilloso y desde
entonces el silencio se apodero de mi entorno. Hoy somos los dos cada noche quienes asistimos a este funeral.
La Rateza
Febrero
2, 2013