lunes, 22 de junio de 2009

RAZONES


… si precisás una ayuda, si te hace falta un consejo,
Acórdate de este amigo que ha de jugarse el pellejo
Pá ayudarte en lo que puedas, cuando llegue la ocasión.
Carlos Gardel. “Mano a Mano”
Llovía. El patio que anticipaba tu casa era un gran charco. No tuve más remedio que saltar entre lo menos hondo del agua y mojar los zapatos de mi uniforme. Cuando corría sentí una brisa helada que despeinaba mi largo cabello trenzado. El diluvio se avecinaba, y haciendo de mi mochila un paraguas, salte del agua procurando no ensuciar de lodo los pliegues de mi falda a cuadros.

Las puertas de tu colosal casa estaban entre abiertas. Cuando ingresé el fantasmal vacío de su interior parecía vigilarme. Las escalinatas de madera abrigaban mi presencia al subir; poco a poco el parquet despegado dirigía mi búsqueda entre el misterioso vacío y la lluvia deslizándose por el tejado. La humedad de mis zapatos cantó un rechinar con cada paso, musicalmente te busqué por cada habitación saqueada con la precaución de que quizá no seas el único habitante de aquella residencia abandonada.
Pensaba tristemente en cómo te reconocí el día anterior. Mi madre se percató de tu presencia entre la multitud del mercado cuando cargábamos los abarrotes para regresar a casa. Ese día, al mirarte, pensé que quizá queden restos de mi cariño de todo este tiempo. Volví a ver en tu semblante la desdicha de la indigencia, la resaca de quién una vez se embriagó de amor, la desesperación de la impotencia por reconstruir una vida; aquellas imborrables razones que tuve para amarte.
Arrastrabas tu juventud aún presente. Tu enmarañada cabellera, barba y bigote guardaban la identidad y el tiempo que habías habitado éste mundo. Los ropajes desgarrados y tu caminar erguido a pesar de la derrota inspiraron en mí el rescate, la solidaridad fingida, tal vez…
Por eso fui a verte. Unas monedas no arreglarían tu desencanto. No esperaría más la trágica noticia de tu hallazgo. Debía ser yo quien pueda acurrucar tu cabeza entre mi abrazo. A lo mejor fui egoísta al pensar que podría mermar tu aflicción, mi necesidad de acariciarte indefenso fue mayor y allí estaba temiendo el encuentro.
“Los sentimientos no afloran de la dificultades, lo sé. No necesitaré que me ames, lo comprendí al fin, aunque mi trepidar desmienta mi inconsciente y la necesidad de volver a ver tu ternura alimente mi ego como siempre”.
Mientras recorría cada rincón de la gran casa pude sentir el calor familiar de otros tiempos, miré aquellos hermosos tapices de los que tanto hablaste, los largos cortinajes que fueron tu abrigo, e incluso pude escuchar, en el vacío, el alboroto de la decena de hermanos que habían transitado por los diversos salones que yo exploraba, la música del abuelo bohemio, el zumbido de la vida que el jardín atrajo alguna vez.
“No ha pasado ni una década desde que la familia se fue, sólo tú y tu demencia permanecieron conservando el recuerdo. Desde que las rejas del patio quedaron abiertas ya nada es tuyo, nada existe de verdad”.
Hallé tu pobre humanidad sobre el piso de una habitación lejana, unas páginas de un diario viejo acurrucaban tu cuerpo, era todo. Miré angustiada tu semblante y como una madre te cubrí y acaricié el rostro. Tus ojos vivieron mi presencia una vez más, la comisura de tus labios desquebrajados no permitieron una palabra; tu cuerpo sin espíritu se marchitaba en el deseo de extinguirse alcoholizado.
Quise besarte y llorar junto a ti, no pude hacerlo. Lo único que logré fue que reconocieras mi presencia, la única ayuda que te quedaba, la más absurda y la más simple a la vez…
Junto a la vía del tren que atraviesa frente a los portales abiertos de la monumental casa permanezco contemplando inerte, y al mismo tiempo deseosa, su momento final. Cae roca por roca enterrando para siempre mil razones, mil visiones… y sus restos forman un lodazal como aquel que marco mi falda de cuadros aquel día en que llovía.
Mayo 10, 2005